jueves, 27 de diciembre de 2012

21 de diciembre de 2012

Decían que se iba a acabar el mundo, pero ya iban a ser las doce de la noche y nada. Ni un ovni, ni rayos, ni nada. El mundo seguía siendo el mismo. Los pobres seguían siendo pobres, los ricos seguían siendo ricos; los imbéciles seguían siendo imbéciles, y los inteligentes seguían siendo inteligentes. Yo no soy rico, sino pobre; tampoco soy inteligente, osea que soy un pobre imbecil, pensé. 

La cosa es que todo seguía siendo igual cuando salí a la calle, excepto por unas perras que perseguían a un perro; casi siempre es al contrario ¿no? Más bien parecía una noche de fiesta: la gente reía y gritaba y una procesión llevaba en andas a una especie de ídolo con cabeza de ovni, y frente a ellos un hombre arrodillado se tapaba la cara con las manos mientras pedía perdón por lo que hizo, perdón por lo que no hizo, perdón por lo que pensó, perdón por pedir perdón. 

Era un espectáculo entretenido, pero en su vértigo todo empezaba a morirse de irrealidad. Y arriba la luna miraba con una sonrisa muda, como testigo inerte. Yo me quedé mirándola fijamente, y quizá pasaron siglos desde que la miraba, y ya no era pálida sino roja, hasta acabar en una explosión que se expandió cegadoramente. Por fin algo me había salvado de este sueño que se teñirá de blanco cielo. 

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